La marca de la ley - Marcas de amor
El shemá Israel es un texto sobre identidades. Declara quién es Dios y, de manera grandiosa, presenta al Dios único al pueblo santo. El llamado a la adoración es seguido por un mandato para la transmisión
de estos principios a través de un hablar continuo y de la señalización en la frente, en la mano y, una vez más, en el umbral de la puerta. Al igual que la sangre del cordero, las puertas de las moradas del pueblo de Dios están marcadas por la ley del Señor. Así, la casa se convierte en un ambiente de seguridad y desarrollo mediante la instrucción del Señor, las relaciones son justas y el centro de la vida señalado por la ley es claramente visible.
Introducción
La identidad es, sin duda, uno de los grandes temas de la actualidad. Es imposible entrar en contacto con cualquier medio sin que aparezca este asunto. Las identidades han sido definidas a lo largo de la historia por el lugar de nacimiento, por la profesión de la familia, también por el grupo social, por la cultura, por la religión, y en cada nuevo momento se añaden más elementos de identidad.
Hoy podemos pensar que existe una verdadera fijación por el tema, lo que nos lleva a reflexionar sobre la angustia de una generación por la inseguridad de no saber quién es. Lamentablemente, los caminos elegidos han demostrado ser miserablemente fallidos, y los dolores aumentan cada vez más. Ansiedad, decepciones seguidas de desencanto con la vida, la búsqueda autodestructiva de satisfacción a través de recursos adictivos, que no necesariamente son químicos, en una era en la que la oferta de dopamina es abundante. Todo esto es consecuencia de un anhelo por querer ser y pertenecer.
No se puede ignorar la falencia del corazón humano en ser coherente. Por eso, buscar una identidad que satisfaga el vacío en uno mismo está condenado al fracaso, porque nuestros sentimientos más profundos no se alinean, no se armonizan, no dialogan entre sí y son contradictorios. Además, nuestra idea de nosotros mismos es, por naturaleza, inestable, es decir, nuestros deseos no solo son incoherentes, sino también mutables. Somos personas diferentes y sujetos a transformación en cada evento de la vida. Un duelo o incluso la llegada de un hijo son momentos de la vida que nos cambian. También podemos afirmar que nuestra identidad, al contrario de lo que afirman las ideas de nuestro tiempo, no puede provenir de sentimientos, porque la mayoría de ellos no los conocemos, y tampoco puede encontrarse en los rasgos de perso- nalidad que usamos para definirnos, precisamente porque escogemos algunos en detrimento de otros o, peor aún, alguien más está eligiendo eso por nosotros.
Contexto bíblico
“Oye, Israel: el SEÑOR, nuestro Dios, es el único SEÑOR. Por lo tan- to, ama al SEÑOR tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón. Las inculcarás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en tu casa, andando por el camino, al acostarte y al levantar- te. También deberás atarlas como señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas” (Deuteronomio 6:4-9).
Llama la atención un mandato de amar, y no podría ser de otra manera, pues entendemos el amor por el principio que requiere libertad. Pero debemos escuchar a Dios hablando a las familias de Israel. Primero, diciendo que este amor es un amor total: la voluntad entera está bajo el dominio del amor, todos los sentimientos le están sujetos y no hay nada que se reserve en lo que respecta a su intensidad. Existe, y fundamenta el llamado de Dios, el ejercicio de la voluntad; de lo contrario, ni siquiera existiría esta frase. Dios quiere que Israel quiera.
Obviamente, el Dios de Israel no es un ser necesitado o carente; al contrario, la Divinidad se satisface en sí misma. Esto significa que el llamado de Dios no es por causa de él, sino por nuestra causa. Dios no necesita que nuestras decisiones estén orientadas por nuestro amor hacia él, pero se presenta amoroso y salvador al dejar claro que el principio de nuestra vida debe ser el amor que le tenemos a él.
Brilla ante nosotros la realidad revelada por Dios de que la lógica de Su ley y la lógica de su amor y gracia son la misma: él debe estar en el centro de todo. Amor total y obediencia total.
Reflexionemos sobre algunos importantes avances del llamado de Dios.
Primero, Dios se presenta como el único Señor. Es evidente que solo él en todo el universo posee lo que puede caracterizar una divinidad. Solo él, por lo tanto, existe como Dios, pero eso no significa que no podamos crear sustitutos para él en nuestros pensamientos y prácticas. Nuestra vida puede estar orientada por las leyes del trabajo, del mercado, del dinero. Podemos, ciertamente, estar sujetos a ideologías y políticas humanas como si fueran dioses sobre nosotros. Siendo el corazón humano una fábrica de ídolos, la lista puede crecer infinitamente. Tener a Dios como único Señor es una elección que debe ser recordada constantemente.
Segundo, es imposible no adorar a Dios y no ser un idólatra. La elección de no someterse a Jehová como el único Señor llevará inevitablemente a la persona a someterse a otro dominio. Esto significa que, si colocamos otros dioses delante de él, habrá otra ley sobre nosotros, porque los dioses crean sus propias leyes. Si se rompe el primer mandamiento, no habrá sentido en seguir a los demás, porque si hay otro dios en la vida, inevitablemente habrá otro código de leyes y otros pecados. Reflexionemos un poco sobre lo que sucedió en la caída del hombre en el Edén. “Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” fue la frase que Eva escuchó de la serpiente. Satanás crea para la mujer una “salvación” en un mundo donde no hay perdidos. Para que esto suceda, presentó a Eva una artificialización de la realidad donde el código de conducta y comportamiento es su lógica. “Se os abrirán los ojos”, es decir, “necesitas ser salvada de tu ceguera”. El enemigo se coloca en el lugar de Dios y, desde ese lugar, crea sus propias leyes y, consecuentemente, sus propios pecados. Así, siguiendo esa lógica, Eva concluyó que el error ese día era no comer el fruto.
Tercero, el amor y la ley de Dios, además de ser inseparables como fundamentos lógicos de su gobierno, tampoco se separan de ninguna actividad de la vida. Es importante recordar aquí que la Palabra de Dios no divide la realidad en espiritual y material; es el paganismo el que sostiene este engaño. Dios separa las cosas entre espirituales y carnales. Esto significa que las palabras que él ordenó deben ser enseñadas y practicadas mientras estamos sentados en casa, andando por el camino, en el reposo del anochecer y al despertar por la mañana. La ley del Señor debe fundamentar los pensamientos (frontal en- tre los ojos) y producir las acciones (señal en tu mano).
Aplicación
Dios ordenó que su voluntad fuera escrita en cada miembro de la familia, marcando a nuestros hijos en las manos y en la frente, significando la sujeción de los pensamientos y las acciones. De la palabra de Dios para nuestro corazón. De nuestras manos para las manos de nuestros familiares, de nuestra mente para la mente de ellos. Pero su mandato va más allá de esto: él dijo que la ley debe estar escrita en nuestras puertas. Es maravilloso pensar que la sumisión al gobierno de Dios está marcada como señal en el mismo lugar donde la marca de su gracia está destacada.
La obediencia al Señor es el poderoso mecanismo generador de identidad. “Sed santos porque yo soy santo,” dijo Dios. “En esto conocerán que sois mis discípulos, si se aman los unos a los otros.” ¿Qué indican estos versículos? Que en todas las leyes Dios nos ordena buscar su imagen. Identidad y pertenencia. Dos cosas de un valor incalculable para la vida humana en cualquier tiempo. No hay posibilidad de que haya salud en las relaciones familiares si la marca del lugar donde se refugian no es la obediencia al Señor. No hay seguridad en el desarrollo si no existen límites visibles que indiquen hacia dónde se está desarrollando. El salmista afirmó en el Salmo 91 que la verdad de Dios es protección y escudo.
Somos tentados por la cultura que nos rodea a entender el amor por la efimeridad de un sentimiento, pero Jesús nos revela que el amor es un estado del ser que se identifica por un código de conducta:
“El amor es paciente y bondadoso. El amor no arde en celos, no se envanece, no es orgulloso, no se conduce de forma inconveniente, no busca sus propios intereses, no se irrita, no se resiente del mal. El amor no se regocija en la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:4-7).
Nuestra oración hoy debe ser:
Padre, que mi casa tenga las marcas de tu Reino y que sea el deseo de todos que tu reino y tu voluntad triunfen sobre todo el universo, pero que hoy ya esté gobernando el corazón de todos en mi hogar. Que tu ley en los dinteles de las puertas de mi casa sea el guardián infalible contra la invasión de cualquier ídolo y que el amor de todos por ti sea fácilmente reconocido en la manifestación de la voluntad de hacerte feliz con nuestra obediencia. Y así podamos descansar al saber que tu voluntad es el sostén de la unión, la alegría, la identidad y la pertenencia de nuestra familia. Amén.
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